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El hombre que pensaba en voz alta Imprimir
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Domingo, 20 de Septiembre de 2015 09:05
Por Carlos Manzoni *
 
Parejo escuchó el comienzo de la frase y rogó por dentro que no terminara. “El que te puede servir es Zantoni…”, empezó a decir su padre, Félix, que, para su desgracia, culminó la oración: “…pero lo vas a tener que avivar mucho porque es muy pelotudo”. La opinión hasta podría haber pasado por inocente en una conversación de boliche, pero no donde el hombre la pronunció: justo al borde del pozo del molino en cuyas profundidades estaban perforando Parejo y… el propio Zantoni. 
 
Sus caras estaban casi pegadas y sus cuerpos separados solo por el caño de la mecha perforadora. Se miraron perplejos, cada uno con su vergüenza, y siguieron machacando el suelo.
 
No era la primera vez que su padre le hacía pasar calor a Parejo (hombre cómico si los hubo). Una noche de invierno el clima no podía estar peor en Seré; una tormenta castigaba con toda su furia el pueblo y hacía rechinar árboles y tejados, al tiempo que Martín Parodi se presentaba en la casa del hijo de Félix para que éste lo llevara hasta el rancho de su progenitor, en una quinta ubicada a mil metros de la vía del tren. Félix vivía en el rancho “nuevo”, construido en 1908. El otro, el “viejo”, del que solo sobrevivía un poco de adobe en pie, era de 1898 y había quedado como una especie de matera, repleto de pavas tiznadas, sogas y alguna que otra herramienta herrumbrosa.
 
Don Félix había invitado mil veces a su primo Parodi a su hogar, pero jamás imaginó que éste se le aparecería alguna vez. Y menos, esa noche. En aquellos tiempos, aunque el tren funcionaba de maravillas, viajar a Seré desde Morón era una “excursión a los indios ranqueles”.  “¿Quién anda ahí?”, preguntó, ya casi con una mano en el bufoso. “Soy yo, papá, vine a traer a Martín Parodi que te quiere saludar”, resolló Parejo en la oscuridad. El hombre no abrió la puerta, hizo unos segundos de silencio, luego farfulló, como queriendo recordar y, como hacía siempre, pensó en voz alta: “Martín Parodi… Martín Parodi… Martín…”. Hasta que se acordó. “¡Martín Parodi y la reputísima madre que te parió”. Abrió a pleno insulto al aire y cuando se topó con la figura del pariente que pensó que nunca iba a llegar lo abrazó efusivamente y exclamó: “Ohhhh, querido. Cuánto hacía que te esperaba”. Las miradas de Martín y Parejo se cruzaron silenciosas. La lluvia, implacable, los seguía empapando.
 
Otra vez, el bueno de Félix, que había quedado viudo a sus cincuenta y tantos, fue hasta el cumpleaños de Antonio Campos, uno de sus vecinos. Al bajar del sulky, con su sempiterno poncho marrón claro sobre los hombros, le entregó el regalo y, fiel a su estilo, no pudo quedarse callado. “Feliz cumpleaños, hijo”, lo saludó. “Acá le traigo estas medias de regalo. Espero que las cuide porque me salieron más caras que el diablo. Pucha, si me costaron caras. Qué lo parió, cómo tuve que gastar con esto…”. Al ver que la queja seguía, el cumpleañero tomó el presente y no dijo ni “mu”. Una vez más, Félix le había puesto voz al pensamiento. Horas después, al terminar la festichola, el hombre se despidió de los anfitriones que salieron hasta la puerta a saludarlo y ahí mismo comenzó a pensar en voz alta: “No, no, no. Pueda ser que no me inviten más a estos cumpleaños. Yo los quiero mucho, pero Dios quiera no me inviten más. Cómo tuve que gastar en ese regalo”. Campito y compañía se miraron sin entender nada.
 
Las equivocaciones y confusiones lingüísticas eran cosa de todos los días para “el abuelo Félix”, como era llamado en la familia Manzoni, cuyos orígenes se perdían en una Italia tan lejana como añorada. Eran los días en que estaba por dejar su trabajo de molinero e iba estancia por estancia presentando a su hijo como sucesor en esas lides de arreglar aguadas, bebidas y molinos. Se plantó frente a uno de los estancieros que solía contratarlo y le dijo: “Mire señor, acá hemos venido con mi padre a arreglar las cosas porque ustedes son unos deshechos que no se ocupan de nada. Los molinos hay que cargarlos, señorito…”. Advirtió, con su dedo índice en el aire y casi rozando la nariz del estanciero. Había dicho padre en lugar de hijo, ante la mirada asombrada de su interlocutor que no entendía nada, pero, además, había dejado bien en claro que la diplomacia no era lo suyo.
 
Cada una de estas anécdotas era recordada no sin cierto humor extra por Emilio, que así se llamaba Parejo, una especie de Paul Newman pueblerino, que vivió siempre con esa simpleza que tienen los hombres de pueblo. Cada una de ellas hacía morir de risa a quienes escuchaban. Otra de esas historias pintaba de cuerpo entero el atolondramiento que el “abuelo Félix”  evidenciaba al hablar. Cierta vez, él mismo estaba recordando y comentó, en una mixtura de presente con pasado en la que siempre jugueteaba su mente: “Y yo le dije al finado don Carlos: mire finado don Carlos…”. Si esa frase hubiera sido así como él la contaba, tendría que haber estado hablando con un muerto. Pero todo era posible en el lenguaje del “abuelo”.
 
Sin embargo, ninguna de esas caricaturescas metidas de pata tuvo parangón con los “sufrimientos” que algún tiempo después le infligieron sus nietos, Daniel y Dolfy, junto con algún amigote de turno. O con la impiadosa lluvia de bellotas que un día su bisnieto, el Chapa, le descargó desde el techo de su casa. Como en la tortura china de “la gotita”, el travieso chico parapetado detrás de la chimenea fue descargando uno a uno los “proyectiles” que había juntado en algún pic nic de la primavera y que guardaba en una inmensa bolsa de red.
 
Pero lo más recordado de todo fue aquello de la radio. El abuelo no podía entender cómo ese aparato infernal no se apagaba. Giraba y giraba una y otra vez la perilla del gran artefacto, pero no había caso: la voz del locutor se seguía escuchando. Dado como pocos a creer en brujerías, ya estaba por rociar la radio con un chorro de agua bendita y unas ramas de ruda, cuando “Milanesa” (Daniel) le “solucionó el problema”. ¿Qué hizo? Pues apagó la radio chiquita que poco antes, en su ausencia, había colocado dentro de la más grande. Años y años de risa provocó aquella broma. Don Félix jamás se enteró. Siempre miró de reojo aquella radio, como si intuyera que algún espíritu travieso había hecho de las suyas entre pilas, parlantes y diales.
 
Otra vez, el hombre andaba de estreno. Le habían regalado unos zapatos puntiagudos que le hacían menos gracia que ir a trabajar un domingo. La cuestión es que los tamangos le quedaban muy chicos y le apretaban los dedos al ser su punta tan angosta. Enterado de esto, “Milanesa” adoctrinó a cada uno de los personajes del pueblo que sabía que Don Félix cruzaría camino a la casa de su hijo con el “apretado estreno”. A los doscientos metros, él ya se quería descalzar y tirar esa tortura a la cuneta, pero escuchó cómo don Peña le decía: “Qué bien le quedan esos zapatos, Don Félix. ¡Qué pinta tenemos hoy!”.
 
Así, impulsado por el “piropo”, aguantó unas cuadras más, hasta que llegó a la vía decidido a deshacerse del suplicio. Pero allí lo esperaba el jefe de esa estación, que le elogió en el acto el “lujo” que llevaba en los pies. Cruzó esa línea divisoria del pueblo medio resignado y, cuando ya se había jurado que continuaría descalzo, se encontró con José Goicochea en la esquina donde éste tenía su negocio. “Pero qué buenos zapatos, don Félix. ¿Dónde los consiguió? Yo quiero unos iguales”, le dijo. Faltaban unas cuatro cuadras para su destino y el pobre hombre ya tenía ampollas, pero, ante los elogios, le resultaba incómodo descalzarse. “Será de Dios”, se decía. Eran tiempos en que en un pueblo importaba mucho la opinión “del otro”, por eso fue posible ese chiste. Hoy en día, cualquiera revolearía los zapatos sin más.
 
En los trescientos metros finales, la tortura empeoró. Ya medio a las chuequeadas, para evitar lastimarse más, don Félix encaró presuroso lo último del trayecto. Pero fue parado tres veces más, por vecinos “adoctrinados” que lo felicitaban por lo bien calzado que andaba y lo elegantes que eran esos zapatos. Casi al borde del llanto, llegó a lo de su hijo con los infaltables chupetines Tatín que siempre le compraba al Chapa en “La cancha”, el almacén de doña Francisca. Sólo pudo desplomarse en un sillón, exhausto, y estirar su mano para alcanzarle las golosinas al chico, todo rulos, nervios y agitación. Lo que oyó después lo desmoralizó. Antes que darle las gracias, el Chapa le dijo: “Abuelo, vamos a caminar un rato hasta la plaza”. Y antes que el pobre hombre pudiera responder, empezó a gritar “¡Dale, dale, dale, dale!”. Nadie supo jamás como se levantó don Félix, pero el pedido de su bisnieto era sagrado. El regreso a su rancho, a la tardecita, ya no pudo ser a pie. Tuvo que apelar a su sulky, uno marca Tigre que había pedido especialmente a Rosario, de ruedas macizas, limpieza extrema y aperos de lujo, para no perder un dedo. ¿Los zapatos? Quedaron “castigados” en su mesita de luz. Nadie supo más de ellos.
 
El techo del rancho ya no daba más. Parejo y Milanesa se habían dispuesto a hacer algunas reparaciones. Un día llegaron del campo y lo encontraron al octogenario abuelo arriba del techo queriendo acomodar las cosas, porque había una filtración. Ya había desclavado unas cuantas chapas, cuando les encargó que por nada del mundo subieran. Desde allí arriba empezó la diatriba, en medio de cañas y espartos, que en aquella época hacían las veces de impermeabilizador. “Ojo, no se van a subir al techo ustedes”. “Y vos –reprendió a Milanesa-, que siempre andás subiéndote y haciendo macanas, no te subas acá porque te vas a caer. Yo soy el único que sabe dónde están las chapas desclavadas”. Luego, sólo se escuchó un grito. “Aaaaaaaaaaaaaaaaah”. El que se cayó fue él. Su grito solo encontró final en el suelo. Él mismo se había equivocado al pisar y se había ido a pique. Cubierto de ramas y polvo, se levantó en silencio y siguió con el mate. Empacado con sí mismo, no habló hasta el final del día.
 
Supersticioso como pocos, el abuelo creía que si ponía una escoba detrás de la puerta no se acercaría a su rancho ninguna persona indeseable. Siempre tenía entre ceja y ceja a alguno, ya que no vivía tranquilo si no tenía a alguien a quien achacar la culpa por sus infortunios cotidianos. El villano de turno era don Pianta, hombre más bueno que el pan que lejos estaba de hacer algún hechizo o gualicho. Pero no había caso, al abuelo se le había puesto que traía mala suerte y por eso no quería que el pobre tipo lo visitara. Aguijoneado por Milanesa, puso en práctica el conjuro de la escoba, pero con una reforma “ad hoc”: no dejaba el elemento detrás de la puerta para que “surtiera su efecto”, sino que, cuando Pianta lo iba a visitar, él le salía al encuentro escoba en mano y le cerraba el paso. Después, como orgulloso de su artilugio, comentaba: “Hay que ver hijo los poderes que tiene la escoba. Pianta no pisó el rancho”.
 
Invitaba sin ton ni son a tomar mate a su rancho, pero cuando la gente se apersonaba hacía de cuenta que veía al diablo. Un día, el que cayó como peludo de regalo fue el viejo Zantoni. Antes de empezar a matear charlaron un rato largo debajo de alero, ante la mirada del travieso Milanesa. Esas largas conversaciones lo cansaban al abuelo tanto como hombrear bolsas en la estación del tren. Para su desgracia, Zantoni tenía la costumbre (como aquellos futbolistas mañeros) de dar un rodeo antes de irse y de decir “Bueno, me voy…” sin terminar la frase y amagando darse vuelta. Ahí mismo, don Félix se comió el amago, giró 180 grados y le dijo a su nieto: “Laaaaaa, pucha. Menos mal que se va este reverendo hincha pelotas. Ya no lo aguantaba más”. Pero cuando volvió girar, se encontró con la figura de Zantoni, como una sombra negra que se le pegaba, entonces no le quedó otra que improvisar para salvar su metida de pata. Ahí mismo gritó: “¡Vamos a tomar unos mates, muchacho!”. Zantoni no sabía si aceptar o no. Finalmente, medio obligado por la circunstancia, entró al rancho.
 
Otra de sus supersticiones era que si hacía una cruz de sal debajo de la silla del visitante de turno, éste se iría rápido. Pero el truco no era matemático y no siempre surtía el efecto deseado. Ese día Zantoni se quedó clavado en su asiento, como si en lugar de sal le hubieran puesto un imán. Recibía y tomaba con fruición unos verdes ya lavados que le ofrecía el abuelo medio acobardado. El sol hacía rato que se había ido, cuando Zantoni emprendió el regreso a su hogar. Fiel a su costumbre, el abuelo lo despidió: “Vení cuando quieras muchacho”. Al toque entró y le dijo a su nieto en voz alta, con un vozarrón que Zantoni no pudo dejar de oir: “Pueda ser que no le vea más la cara a este pelotudo”.
 
Don Félix tenía un sobrino medio curandero, Pepe Manguetta, que les hacía las veces de médico. Pero él no iba siempre a hacerse “tratar”, sino que mandaba a Milanesa para que le contara sus síntomas al bueno de Pepe. Su nieto jamás iba pero al otro día, cuando el abuelo le preguntaba, aquel le decía un diagnóstico cualquiera y le hacía tomar los más inimaginables tés. Comenzó a decirle que tomara un brebaje de manzanilla con romero, pero se cebó tanto con el tiempo (ya que el abuelo todos los  días lo cargoseaba), que le “recetó” una mezcla de ruda macho con cola de gato negro. El abuelo no tenía un animal de esas características, tuvo que salir a cortarle la cola al pobre gato del vecino y volvió horas después todo arañado luego de la odisea. Lo peor de todo es que los fines de semana iba a lo de doña Francisca y le compraba alimentos de regalo a Manguetta en agradecimiento por las supuestas curaciones. Manguetta, que estaba más loco que él, recibía los presentes, seguía el hilo de lo que se le decía y, cuando el abuelo le preguntaba qué podía seguir tomando, le decía: “Siga igual, Don Félix, que así va bien”. Para sus adentros, solo una pregunta torturaba a Don Félix: cómo podría hacer para seguir consiguiendo tanto gato negro si la receta se extendía en el tiempo. Para esto, ya en los alrededores de su rancho, la vecinada había empezado a decir que había un loco que les cortaba la cola a los gatos. Bastaba echar un vistazo para ver un montón de gatos color azabache moviendo su “media cola”.
 
El abuelo vivió casi hasta los 95 años. Y el “casi” se explica por el hecho de que él jamás recordaba exacto el año de su nacimiento. A veces era 1892; otras, 1895. Según el día. En su rancho, siempre impecable, un pequeño Chapa corría y saltaba de un lado a otro. Todavía está en el aire ese olor a la cocina a leña, el aroma de algún puchero cocinándose en grandes ollas, el silbido de la pava siempre lista para el mate o el aroma de aquel piso de tierra al que el abuelo mojaba para que no volara polvillo. Todavía están en su memoria los almanaques de Molina Campos colgados en las paredes de adobe pintadas con cal, algún que otro rebenque apoyado detrás de la puerta y la inolvidable escoba, armada con ramas de tamarisco y el palo más derecho que se pudiera encontrar en la quinta. Nada de eso queda hoy en pie. Todo vive solo en las retinas y el recuerdo de quienes conocieron al “abuelo” y su lugar en el mundo. Fue lúcido hasta el final, dejó atrás una vida de honradez, nobleza y trabajo. Pero también dejó, de forma indeleble, su inefable costumbre de pensar en voz alta, sus increíbles supersticiones y sus históricas metidas de pata.
 
* Carlos Manzoni
 
Trabaja como periodista en la sección económica del diario La Nacion, pero también se apasiona por contar historias. Dijo Manzoni:"Espero poder transformar en palabras todo mi mundo interno lleno de relatos y anécdotas de pueblo. Los invito a leerlas y espero sus comentarios".
 
https://carlosmanzoni.wordpress.com/
El hombre que pensaba en voz alta