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Vandalismo tolerado e incapacidad policial Imprimir
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Jueves, 17 de Julio de 2014 18:35
Por Joaquín Morales Solá
 
En la noche del domingo, y durante el lunes, Cristina Kirchner se notificó de que su gobierno no sólo perdió el control de la economía y la disciplina del Senado. Perdió también, y al parecer definitivamente, el control de la calle. Durante esos dos días, la selección nacional de fútbol estuvo encerrada en Ezeiza porque carecía de las garantías mínimas de seguridad para desplazarse hasta el centro de la Capital. 
 
Dos gobiernos, el nacional y el porteño, se manifestaban en los hechos impotentes ante el reino del vandalismo sorpresivo, convertido en patrón del espacio público. A una parte importante de la sociedad, que por primera vez festejaba los méritos de un subcampeonato (y no de un campeonato), se le negó la posibilidad de cualquier celebración. El kirchnerismo pagaba, así, diez años de desidia frente al creciente desorden social.
 
La protesta sectorial, la violencia por la violencia en sí misma o el campante delito están achicando dramáticamente los espacios de las libertades públicas. Cortes de rutas y de calles son ya una peculiaridad argentina. Hay horas y amplias zonas prohibidas para la circulación de los argentinos honestos. Ahí prevalece el imperio del crimen. La alegría colectiva es imposible en un país golpeado y destruido por grupos depredadores que nadie sabe a ciencia cierta de dónde salen ni qué buscan. En varios países sudamericanos (Colombia, Chile y Uruguay) se celebró el regreso de selecciones de fútbol que habían hecho un buen papel en el Mundial de Brasil. Esas fiestas populares fueron pacíficas. Simples celebraciones antes del regreso a la normalidad.
 
El gobierno nacional está enamorado de la excepcionalidad argentina. Ni siquiera cambió su opinión la constatación de que las fotos y las crónicas de la depredación han circulado por el mundo. Ayer, casi 140 detenidos en los graves incidentes del domingo recobraron la libertad. Todavía no se había hecho una evaluación definitiva de los destrozos que perpetraron cuando los jueces los colocaron en la calle de nuevo. Algún día deberán cambiarse las leyes o la aplicación de las leyes si un gobierno futuro aspira a restablecer cierta noción del orden y del respeto en el espacio común.
 
El mandamás de la seguridad, Sergio Berni , invitó ayer implícitamente a las bandas depredadoras a continuar con la práctica del vandalismo. "Prefiero un par de vidrios rotos a que haya heridos", dijo. Unos 26 negocios destruidos, un parte importante del Metrobus arruinada y arrasada y muchas veredas deshechas no son un par de vidrios rotos. Tampoco importa la cantidad, sino la impunidad de la barbarie. Nadie les está pidiendo a la fuerzas policiales que lesionen o maten a nadie. La prevención y la represión bien hechas no precisan esa clase de violencia estatal. Berni terminó con esa frase autoinculpatoria aceptando otra cosa: la policía perdió, después de diez años en el papel de mero espectador, la destreza para reprimir sin lastimar, para contener sin matar.
 
Un día antes, el propio Berni había acusado de los destrozos a bandas orquestadas, formadas por barrabravas del fútbol. Incorporó, sin nombrarlos, a Hugo Moyano y aLuis Barrionuevo en una supuesta conspiración contra el Gobierno. No hay sorpresas. Cada adversidad carga siempre con su conspiración y con sus conspiradores. Es probable que esas bandas que actuaron en la noche del domingo hayan contado con cierta organización. Es difícil imaginar a más 300 personas reaccionando violenta y espontáneamente, casi al mismo tiempo y sin ningún motivo para hacerlo. Otra autoinculpación: ningún servicio de inteligencia, entre los muchos que sirven al Gobierno, fue capaz de prever nada, de saber nada con antelación ni de advertir los riesgos que se corrían. Las denuncias de las barras bravas son tan frecuentes, además, como son inexistentes los actos del Gobierno para combatirlas. Que hayan sido barrabravas los culpables del vandalismo no exculpa a la administración. La acusa.
 
Párrafo aparte merece la polémica entre el gobierno nacional y el porteño por la culpa de la inacción o la ineficacia. La Capital es el único lugar del país que tiene dos policías (para no agregar a la Gendarmería y a la Prefectura, que también están) y lo que están logrando es siempre una discusión posterior por la responsabilidad de los estragos. Actúan como si cada una de ellas esperara la iniciativa primera de la otra. Que el otro se haga cargo del deber del Estado de reprimir, una acción legal convertida en mala palabra por la insistencia del discurso kirchnerista, que hace escuela en la nueva política. Debe consignarse, de todos modos, que es abismal la diferencia de efectivos y de capacidad operativa con que cuenta la Policía Federal frente a la novata Metropolitana.
 
El mayor error del gobierno porteño fue su silencio. La estrategia confesada por sus funcionarios fue la de no hablar sobre esos episodios de pesadilla. El marketing puede gobernar muchos gestos y actos de los gobernantes, pero hay momentos en los que éstos tienen la obligación política y moral de hablarle a la sociedad. De hacer un balance de los daños, de cuantificar las pérdidas, de anunciar soluciones públicas y privadas, y de prever el tiempo de la reconstrucción. María Eugenia Vidal aseguró que habían acordado con Berni, con anticipación, que el operativo estaría a cargo de la Policía Federal. Otro error de los funcionarios porteños. Esos acuerdos deben hacerse públicos en el acto, porque ya se sabe que el cristinismo rompe las reglas del juego cuando tropieza con el desastre político.
 
La selección de fútbol pasó del aeropuerto de Ezeiza al predio de la AFA en Ezeiza. No pudo ir al Obelisco, donde se había montado un escenario, ni pudo trasladarse a la Casa de Gobierno. Fue Cristina Kirchner la que debió viajar hasta Ezeiza para saludar a los deportistas. La selección fue confinada como si sufriera un asedio crítico que no existió. La realidad es peor: sólo pasaba que afuera no gobernaba la Presidenta, sino una violencia sin límites ni medidas.
 
Gobierno y AFA dieron explicaciones contradictorias, pero fueron los propios jugadores los que aclararon las cosas en un comunicado del lunes a la noche. Nadie, dijeron, les aseguraba a ellos ni a la sociedad la seguridad necesaria durante sus eventuales desplazamientos. Es la verdad, cruda y dura. La impune violencia que rodea al fútbol argentino había llegado hasta el seleccionado, al que arrinconó en Ezeiza y aisló de una sociedad que quería agradecerle el buen desempeñó en los últimos partidos del Mundial. Cristina sola en Ezeiza, rodeada nada más que por las cámaras de la televisión del Gobierno, fue una metáfora perfecta del aislamiento presidencial. No era lo que quería, pero era lo único que podía.
 
La violencia del domingo no es nueva en sus formas. Cada protesta multitudinaria tiene siempre, cuando está terminando, una dosis de violencia. La novedad del domingo es que no había protestas. Era un festejo, convertido en agravio por grupos que no pedían nada ni se quejaban de nada. La violencia sin otro impulso que el de la propia violencia. Podrá deducirse que es el resultado de diez años de palabras violentas que terminan inevitablemente en hechos violentos. Podrá argumentarse que ésas son las maneras de vivir de sectores marginales descuidados por un gobierno que ignora muchas cosas. Podrá inferirse también que es el resentimiento social que el kirchnerismo inoculó durante una década de discursos resentidos. Hasta podrá hablarse de un Estado anoréxico al término de tantos elogios a las virtudes del Estado. Y, al final del día, todos tendrán un poco de razón.
 
 
Vandalismo tolerado e incapacidad policial